EFECTOS ADVERSOS, ADICCIÓN  Y BENEFICIOS DE LA IDENTIDAD DEL SOCIÓLOGO

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  LA HISTORIA DE LA  SOCIOLOGÍA QUE ME CURÓ   

Ana Belén Almagro Prieto

Las primeras clases a las que acudí en la facultad de sociología provocaron en mí cierta agitación. Me invadió, por aquél entonces, la sensación de que nunca nada sería igual, de que al finalizar esta carrera no adquiriría sólo un expediente lleno de calificaciones y una nota final, sino que obtendría un nuevo prisma, una nueva manera de ver las cosas y es curioso que el tiempo me diera la razón.

Tras terminar la carrera, empecé a pensar en la sociología de otra forma; comencé a analizar algunas cosas curiosas dentro de las conversaciones que mantenía con otros sociólogos y a ver factores comunes y de pronto me di cuenta: la sociología a veces es como un virus, una enfermedad o una adicción. Tiene algo que  remueve a las personas que realmente conectan con esta ciencia, que hace que uno cambie para siempre, que no pueda desconectarse nunca más del ansia de conocer, pero que sabe que esa dependencia puede ser incluso dañina a nivel psicológico.

En primer lugar, el virus de la sociología zarandea al individuo con saña tan pronto como entra en su vida. Su tarjeta de presentación desmorona toda estabilidad en el conocimiento que pudiéramos tener, poniendo nuestra manera de ver las cosas del revés una y otra vez. “Todo es relativo” nos dice. La razón de ser de la sociología es estudiar y analizar la realidad social, sin embargo, “no existe una realidad sino millones, dependiendo del punto de vista”, “no hay nada que no esconda una razón que lo motive y el sentido del quehacer sociológico es preguntarse siempre por qué”.

Émilie Durkheim dijo una vez “Una mente que cuestiona todo, al no ser lo suficientemente fuerte para cuestionar el peso de su ignorancia, corre el riesgo de cuestionarse a sí misma y ser envuelta en la duda”. Creo que esta frase de tan célebre sociólogo resume a la perfección el impacto que puede sufrir aquel incauto que se aventura a  consumir por primera vez esta ciencia y cuyo cerebro se inunda de paradigmas de la teoría sociológica.

Luego, es posible que el sociólogo sufra un segundo efecto secundario; es algo así como un tremendo dolor de cabeza. “La estadística nos permite conocer la realidad”…pero, si la realidad es relativa y hay millones de ellas ¿qué realidad nos ofrecen los datos?, ¿cuál de ellas?, ¿según qué punto de vista?…

 

Tenemos entonces la molesta sensación de que por muchas variables que incluyamos en el estudio de cualquier realidad, siempre habrá alguna que se nos escape o que no sea del todo captable por un modelo numérico teórico- aun siquiera combinándolo con métodos cualitativos-, por lo que la veracidad de los datos estadísticos nunca es del todo completa. Y es ahí donde el pobre científico social, en busca siempre de la realidad/es, adquiere un virus quisquilloso que le hace ir siempre un poco más al fondo del asunto.

El tercer efecto, va directo a lo emocional. La sociología nos acerca a los problemas sociales, nos muestra de cerca el sufrimiento que hay detrás de las cifras, los porqués de algunos conflictos y barbaries de la realidad social, de la desigualdad, la pobreza, la marginación… La sociología, nos arrastra para que nos metamos hasta las orejas en esos pantanos de negros fondos y, una vez allí, cuando los lodos de la sensibilidad no se nos van del cuerpo, nos plantea una inquietante incógnita: y ¿ahora qué?, ¿qué hago yo con esto?

¿Será acaso que el buen científico social está abocado a sufrir la ceguera moral de la que ya nos advertía Zygmunt Bauman para desarrollar su trabajo?, ¿No se estará perdiendo entonces ese sociólogo desensibilizado e inhumanizado una parte tan importantísima para el análisis de la realidad como es la cara emocional o psicosocial? Mi respuesta es contundente: por supuesto.

Entonces el científico social tiene en su haber un sufrimiento y sensibilidad añadidos, que no son conmensurables, que están implícitos en nuestra profesionalidad.

 

Y el último golpe, el que nos deja en un estado lamentable y nos condena a ser esclavos de la adicción sociológica, es el de la identidad.

Nuestra disciplina no es sólo un estudio de la sociedad, sino que nos aporta una manera diferente de mirar el mundo que nos rodea;  nos genera una sensibilidad hacia ciertas realidades, sin duda movida por el conocimiento de las problemáticas que las envuelven; nos aporta una manera de interpretar los discursos y las interacciones…y algo así, esas “sustancias” de la sociología que hacen caer en la adicción al científico social, también configuran una identidad. El sociólogo se mira a sí mismo como ese “bicho raro” de ojos saltones, que escudriña hasta el último detalle de lo que tiene alrededor, lo analiza y croa constantemente “¿Por qué?”, “¿Por qué?”.

Así que cuando se encuentra con otro bicho de su especie, no puede evitar sentir esa caballería, una especie de orgullo y el reconocimiento de un igual.

 

Y cuando esa identidad está corriendo por cada una de sus venas, de pronto llega el momento en el que, tembloroso, se ha de subir al cañón que lo disparará contra el cruel y duro mercado laboral. Allí el lugar del sociólogo está desfigurado, borroso, se encuentra en un cruce de caminos en el medio de un sinuoso y oscuro laberinto.

Perder la orientación en esta situación tan compleja, es sin duda el peor efecto secundario de esta droga,  que puede dejar al científico social en un estado casi catatónico, inerte, cayendo sin cesar en un oscuro pozo.  Es en ese momento cuando comienzan a llover golpes hacia nuestra identidad en un intento desesperado de encajar en un sistema laboral que no tiene definido un lugar concreto para el sociólogo que pretenda ir más allá de ser un mero sirviente del sistema ofreciéndole las cifras en estadísticas adecuadas y previamente cocinadas en muchos casos, o ir más allá de pertenecer al frío y cruel engranaje de los departamentos de selección de personal dentro de las grandes empresas:

“¿Qué soy?, ¿acaso soy un seudoestadístico?, ¿seré un psicólogo un poco raro?, o ¿quizás soy un trabajador social que se coló por error en otra carrera?, aunque es posible que sea un politólogo a medio hacer”

Y de esta crisis derivan otras, motivadas por la rabia que nos genera nuestra propia adicción, el autorechazo identitario que, si no se trata a tiempo, puede desembocar en crisis ónticas. Este rechazo se manifiesta en diálogos del tipo:

 “¿Para qué demonios sirven todos mis años de estudio?, ¡¿Para qué demonios sirve la sociología?! Pero ¿qué invento del diablo es este que me hace contemplar y estudiar el sistema, ese mismo sistema que me rechaza, que me denomina como intrusista, que no me reconoce, ni me deja realizarme como profesional? Y lo peor es que comprendo a la perfección como funciona ese sistema, porque estoy preparado para analizarlo…¡¡Oh, cruel sociología!!”

 

Bueno… quizás el ejemplo sea un tanto exagerado…, pero lo que refleja es que a partir de hacerse preguntas de esta índole, el sociólogo, cegado por su crisis identitaria, comienza a tientas todo un periplo intentando descubrir hacia dónde encaminarse, intentando vislumbrar su orientación, su meta profesional.

 

Pero (sí, ¡por fin hay un pero!) si algo nos enseñaron los largos debates de los principales teóricos es que- recordad- todo depende del enfoque, del prisma desde donde se mire. Y si esta ciencia puede ser dañina para el que la practique, también puede llegar a ser del todo beneficiosa.

Si la sociología nos permite observar el sistema, descubrir las múltiples realidades que encierra el mismo y analizarlas, también nos permite descubrir y poner sobre la mesa sus deficiencias.

Muchos  se quedan aquí, enterrando sus análisis de la realidad bajo la pesada tapa de los libros, entre amarillentas hojas de extensos manuales, entre los datos estadísticos. Pues bien, existe otra cara de la sociología mucho más amable y reconfortante, que quizás, como a mí, le permita a más de uno hacer las paces con su identidad como sociólogo. Esa cara no se nos muestra durante la carrera, o si lo hace, es de manera superficial e insuficiente.

 

Descubrir y analizar las deficiencias del sistema es el primer paso para adentrarnos en el trabajo por el cambio. De hecho, es la única manera de llegar a él.

Dice Pierre Bourdieu que la sociología es un deporte de combate. Dicho de otra manera, nuestros conocimientos pueden ser motor del cambio. Y algo tan relevante, tan revolucionario, de tal importancia en esta era tan extraña en la que vivimos, tan deshumanizada y esclava de los poderes del capital, en esta época de crisis, no puede morir ahogado ente las polvorientas páginas de un libro, no puede quedar encerrado entre los ejes de un gráfico, ni transformarse en la voz aletargada y monótona que rebota contra las paredes de un aula.

La sociología merece hacer gala de esa cara oculta- quizás ocultada por revolucionaria- mucho más activa y práctica, también atractiva, que se traduce en intervención social, en facilitación y en cooperativismo

Esa sociología existe y yo me enamoré de una de sus perspectivas.

Como decía al principio, no fue hasta después de terminar la carrera cuando me dio por reflexionar sobre todos estos aspectos de la identidad del sociólogo, de la función de la sociología y demás. Dos años después arrastraba una terrible crisis personal que mucho tenía que ver con estos efectos secundarios del virus de la sociología.

La desaceleración económica estaba en su punto más hondo y yo- que había sido disparada con aquel cañón del que hablaba antes, sin ápice de compasión ni transición alguna, desde mi cálida y acogedora zona de confort universitaria contra la terrible y dura realidad laboral- me encontraba en un estado emocional lamentable y me dolía desde el currículo hasta la identidad sociológica.

Pero de pronto y gracias a mi profesor y amigo Fernando de Yzaguirre, conocí la perspectiva de la sociología clínica, que responde a la perfección a ese tipo de sociología activa, ágil, práctica y funcional sobre la que estábamos reflexionando hace un momento.

En la década de los ochenta algo parecido a esto rondaba por  las cabezas de un grupo de sociólogos franceses, que debieron pensar en eso de hacer una sociología más “sexy”, que tratase de conocer los problemas sociales desde las calles, desde la perspectiva verbalizada de las personas que los sufren y no desde el  frío despacho o desde las estadísticas. Una sociología que no se quedara enredada en la teoría ni en los datos, sino que se impulsara sobre estos y saltara de los paradigmas a la realidad.

Esa sociología en la que pensaban este grupo representado por Robert Sévigny, Gilles Houle, Eugène Enriquez, Jacqueline Barus-Michel y Vincent de Gaulejac, casa muy bien con las ideas que nuestro querido profesor José Ramón Torregrosa tenía sobre la intervención desde la psicología social sociológica.

A muy grosso modo, Torregrosa venía a decir que para una comprensión (en el sentido weberiano del término) de los problemas grupales, sociales, institucionales, no podemos quedarnos en sus antecedentes orgánicos y biológicos, sino que tendremos que hallar su fundamento en el contexto y en la interacción social, porque ambos tienen tal importancia en la formación de los sujetos como individuos, que no se puede disociar la configuración de la individualidad de estos términos sociales que la componen y, por tanto, no es posible una psicología social completa que comprenda los problemas de las personas si no tenemos en cuenta las realidades sociales en las que viven.

Pues bien, la  perspectiva de la sociología clínica parte precisamente de la idea de que entender las problemáticas sociales no es posible sin atender a la subjetividad de los individuos que están viviéndolas, que es lo mismo, pero al revés.

 

En palabras de Fernando de Yzaguirre “Bajo nuestra perspectiva, lo psíquico y social se nutren recíprocamente y son indisociables; el sujeto es producto y productor de su mundo social al mismo tiempo. Por tanto, los problemas sociales y los conflictos  no son más que la expresión entre el choque frontal de esas dos caras del individuo, la de su psique y la de la sociedad donde se mueve.”(La perspectiva de la sociología clínica: una sociología de proximidad orientada al sujeto”).

Y desde este fundamento teórico la sociología clínica consigue mediante sus métodos, como el relato de vida, una intervención social más humana, desvinculada de ese paternalismo que desprenden muchas metodologías, entendiéndola como un acompañamiento del individuo durante un proceso que desemboca en el cambio.

¿Y cómo se consigue eso? Pues en primer lugar, considerando al interviniente como un facilitador que se posiciona a la altura de los intervenidos y no sobre la tarima, sentándose a su lado, practicando la escucha activa y dando la palabra a los sujetos, lo cual le permite conocer de verdad la experiencia y percepción que las personas tienen sobre su realidad social.

Por tanto, la sociología clínica deja de lado ese rol de experto poseedor del conocimiento que carga con su maletín repleto de “las recetas perfectas para cada cosa”, que es la representación gráfica del paternalismo que tiñe algunas metodologías de intervención social al que me estaba refiriendo.

En segundo lugar, investigando junto a los sujetos y tratando de comprender de manera conjunta- como si se tratara de un grupo de mecánicos que observa el engranaje de una maquinaria antes de trabajar sobre ella- cómo los aspectos psíquicos de cada individuo interactúan con los aspectos sociales que impregnan sus experiencias, y repercuten sobre el fenómeno o problemática a tratar concreto.

Por último, una vez que el facilitador junto a los intervenidos han comprendido (siguiendo con la metáfora de la mecánica) el funcionamiento de esa maquinaria y han sabido discernir cuáles son esos engranajes de su psique que están chocando con los engranajes de su contexto social produciendo disonancia -que en numerosas ocasiones se transforma en sufrimiento-, sus experiencias se dotan de sentido, porque la comprensión del problema hace de aceite que evita que chirríe el mecanismo y se produce lo que en lenguaje coloquial diríamos un “cambio de chip”. La perspectiva de la problemática se transforma en el imaginario de los intervinientes y eso abre un montón de nuevos caminos hacia posibilidades alternativas de actuación que antes permanecían ocultos.

Y eso es precisamente el proceso que yo experimenté cuando conocí la perspectiva de la sociología clínica, por lo que a día de hoy la considero “la sociología que me curó” de esa tristeza, ese pellizquito en el corazón que me venía atormentando desde que el virus de la identidad del sociólogo comenzó a recorrer mis venas.

 

 

Imágenes obtenidas de:

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http://conjeturasparallevar.blogspot.com.es/2013/08/la-mirada-sociologica.html

Bibliografía

“La sociología es un deporte de combate”, documental de Pierre Carles en homenaje a la vida y pensamiento del sociólogo Pierre Bourdieu. 2001.

“Los inicios de la sociología clínica en España”, intervención de Fernando de Yzaguirre en el coloquio fundacional del RISC. 2015.

“La perspectiva de la sociología clínica: una sociología de proximidad orientada al sujeto”, Fernando de Yzaguirre y Carlos Alberto Castillo. GT22 Psicología Social. 2013.

 

Disponible en Ssociologos